EL ARTE DE SU AMOR

SERIE: Arte y Espiritualidad Cristiana

Todos los días se le podía ver frente a la misma puerta pidiendo limosna. Seguramente algunos familiares o amigos se compadecían de él y se turnaban para llevarlo al lugar que le haría posible su sobrevivencia. Era cojo de nacimiento y su trabajo era pedir. El lugar escogido de cada día era la puerta del templo llamada “La Hermosa”.  La Biblia dice que ese famoso templo judío estaba distribuido en una serie de patios y secciones, los cuales segregaban su acceso, dependiendo de las personas. El núcleo  central  y más restringido se le llamaba el Lugar Santísimo. Allí moraba la presencia divina, la Shekinah, y solo el sumo sacerdote podía entrar allí una sola vez al año. En ese lugar la presencia de Dios también se expresaba en forma concreta en el Arca del Pacto, que contenía: las Tablas de la Ley, la Vara de Aarón que había reverdecido y una porción del Maná.

 

La siguiente sección se denominaba el Lugar Santo, al cual tenía acceso el sumo sacerdote, con cierta mayor libertad. En ese lugar se encontraba la mesa con los panes de la proposición,  el candelabro de siete brazos y un altar donde se ofrecía incienso como símbolo de adoración a Dios. El siguiente era el patio de los sacerdotes y después de este, el patio de los hombres y finalmente el atrio de las mujeres. La puerta que dividía  el patio de los hombres y mujeres se llamaba puerta La Hermosa y es donde el cojo de nuestra historia era llevado para pedir limosna.


La figura de un cojo sentado a la puerta de un majestuoso templo cautiva mi imaginación. Como un cuadro de Van Gogh, la imagen evoca el sentimiento de esas soledades que invitan a la nostalgia y a las preguntas. Son muchas las palabras que invaden mi mente al ver ese cuadro pintado: impotencia, ignorado, invisible social, un maldecido de Dios, condenado a los patios inferiores de la presencia de Dios. La Ley religiosa de entonces prohibía que los leprosos, enfermos, o con algún defecto físico pudieran llegar más adentro del templo. Este relato trae también a mi memoria los versos de un querido amigo[1] poeta de Santiago:


“Cuentan la leyenda

Que un día Dios se disfrazó de mendigo

Y se recostó junto a la puerta principal

De la catedral más esplendorosa

Cuentan que al pasar los días y las noches

De ese mes invernal

Dios murió de frío y de hambre…

Desde entonces las catedrales están vacías

Dios resucitado se fue a refugiar a otra parte.”

 

No obstante, lo que para la mayoría era solo un cojo pidiendo algunas monedas, para Dios es una oportunidad para sus propósitos. Parece ser recurrente en Dios eso de hacer arte desde lo pequeño y transformó un día común en un tiempo de libertad y salvación.


Dos nuevos personajes hacen su entrada en nuestra historia: Pedro y Juan. Pertenecen al selecto grupo de los apóstoles de Jesús, que iban al templo como todos los días a la oración, a eso de las tres de la tarde.  Como todos los días se encontrarían con el cojo sentado a la entrada del patio de los varones, pero algo ocurriría esta vez. Una nueva realidad asoma. Una nueva comprensión de la cotidiana imagen de todos los días. Dice el texto[2] que el cojo los miró y ellos fijaron en él los ojos. El sencillo relato destila belleza por todos lados. Las palabras de Pedro resonaron en los oídos del hombre postrado: “no tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6).


Y aquel que nunca había tenido la experiencia de caminar, fue tomado de la mano y levantado a una nueva realidad, a una nueva vida. Dice el pasaje que al verse liberado de su enfermedad, tomó a Pedro y a Juan de la mano “entró al templo andando, saltando y alabando a Dios”. ¡Qué maravilloso! La primera cosa que hizo el hombre, casi en forma instintiva,  fue entrar al templo, al cual toda la vida se le había prohibido por tener un defecto físico. No solo fue un acto de júbilo y alabanza a Dios, sino también una especie de catarsis, un grito desde el alma a la religiosidad que paraliza al ser humano. Un grito desde lo profundo al mundo diciendo: “Mírenme, quién puede impedirme entrar ahora”.


A estas alturas, muchos de los lectores se estarán preguntando: ¿Qué relación tiene esta historia con nuestro tema del Arte y la espiritualidad cristiana? ¿Qué hizo cambiar una historia de todos los días en una experiencia de salvación? ¿Por qué el cojo significó algo especial ese día para Pedro y Juan? ¿Qué cambió en la forma de mirar de los apóstoles?


Espiritualidad Artística y Pentecostés: La lógica del Espíritu


Hablar de espiritualidad cristiana es hablar de la acción del Espíritu de Dios. La promesa de la venida del Consolador fue la gran promesa del Maestro antes de su partida al cielo: “Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Juan 14:26). Esta promesa se cumplió en  Pentecostés, en el descenso del Espíritu en los 120 que esperaban en Jerusalén (Hechos 2). Siendo este un evento que implica muchas enseñanzas, para los efectos de nuestro estudio, nos focalizaremos en esa declaración de Juan el Bautista cuando dijo acerca de Cristo: “Yo los bautizo a ustedes con agua para que se arrepientan. Pero el que viene después de mí es más poderoso que yo, y ni siquiera merezco llevarle las sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Mateo 3:11). El símbolo del bautismo implicaba que la persona era inmersa en una nueva realidad. Bautismo implica ser sumergido, empapado. Lo que ocurre en Pentecostés es que los discípulos son sumergidos en la nueva realidad del Espíritu de Dios. Desde ese momento, la presencia de Dios en sus vidas haría posible una nueva visión del mundo y de las personas. El evento de la venida del Espíritu marcaría para siempre la irrupción de una nueva forma de entender el mundo, una nueva sensibilidad, unos nuevos ojos para mirar. Un nuevo corazón para sentir. Por lo general el énfasis de los cristianos en relación al Espíritu Santo se asocia con algo que entra dentro de nosotros, sin embargo,  la figura del bautismo se relaciona más con el hecho de que nosotros nos sumergimos en el Espíritu, en la forma de pensar del Espíritu, en la lógica de vida del Espíritu.

El evento inmediatamente posterior a la experiencia del Espíritu en Pentecostés, fue el encuentro de Pedro y Juan con el cojo, sentado en la Puerta “La Hermosa”. De aquí inferimos que la experiencia revolucionaria de la venida del Espíritu marcó para siempre la forma de ver la realidad. Habían sido bautizados o empapados de la lógica divina, la del Espíritu de Dios, donde cada experiencia humana se torna plena de posibilidades y de belleza. Fue el Espíritu de Dios el que se movía sobre las aguas cuando el caos reinaba en la tierra. Fue el Espíritu de Dios que intervino para cambiar la realidad y CREAR un mundo de belleza. Dios es el artista creador por excelencia. Y ahora que sus discípulos son impregnados de esa presencia, pueden ver la presencia del Reinado de Dios hasta en las cosas más simples. Es en este punto donde el arte surge a partir del quehacer del Espíritu de Dios en nuestras vidas y no estamos hablando de esa visión del arte que se remite a algunas habilidades como la pintura, la música, la danza, entre otros. Me refiero a esa comprensión del arte que se encuentra en todo lo que hacemos a diario. Una manera de ver la vida.


En consecuencia, lo que estamos planteando, es que la visión del arte que puede alcanzar un cristiano, seguidor de Jesucristo en el Espíritu, es mucho más profunda que la que el mundo en general percibe. El arte por sí mismo es una bendición para el ser humano, pero cuando nace de la experiencia con el Espíritu de Vida, adquiere su plenitud transversalmente en toda la vida.


Desde esta perspectiva, no podemos prescindir del arte para vivir, porque es lo que hace que la vida esté llena de significado, valor y sentido. Hasta la experiencia de vida más cotidiana y simple puede transformarse en algo lleno de belleza y arte, porque el Espíritu que mora en nosotros nos enseña significar lo que nos rodea.

No obstante todo lo dicho hasta aquí, la lógica del Espíritu ha tenido muchos enemigos históricos. En el contexto de los apóstoles, la lógica de la Ley judía veterotestamentaria se contraponía a la lógica del Nuevo Pacto en Cristo. El cojo sentado a la puerta La hermosa era una de muchas víctimas de la religiosidad y la lógica legalista. El milagro mismo de la sanidad del cojo es parte del propósito soberano de Dios, quien por medio del Espíritu Santo saca a sus discípulos de los ritos y ceremonias del pasado, para llevarlos a la nueva libertad en Dios.


Durante estos veinte siglos de Cristianismo, la iglesia ha acumulado nuevos enemigos, nuevas cosmovisiones, nueva lógica que se contraponen a la del Espíritu del arte de la Vida. El apóstol Pablo, teniendo conciencia de esto nos escribe: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2)


La Biblia siempre nos está advirtiendo la necesidad de renovar nuestro entendimiento para no ser presos de la filosofía de la sociedad imperante.

A continuación revisaremos someramente algunas de las corrientes filosóficas e ideológicas que la iglesia ha ido absorbiendo en estos 20 siglos.

 

La lógica dualista griega


La lógica dualista forma parte de lo heredado desde la Edad Media, y que se nos traspasó aun más allá de la reforma protestante del siglo XVI. Me refiero a esa comprensión dualista que tomamos de la filosofía griega y que se introdujo a través de los pensadores cristianos. Dicha forma de entender la espiritualidad cristiana condenó mucho del quehacer estético y físico de las cosas, realizando esa separación ficticia entre los sagrado y lo profano, entre lo espiritual y lo secular. Dicha dicotomía del ser no se encuentra en la Biblia, donde todo lo creado es parte del reinado de Dios, su ser y quehacer.

 

La lógica racionalista renacentista


Otra de las causas de que el arte siga siendo relegado a un rincón de la agenda de vida de los cristianos, se debe a la influencia que hemos recibido del racionalismo cartesiano de “Pienso luego existo”, el cual se nos ha colado en gran parte de nuestra cultura y teología. El método científico de acercarse a Dios nos dejó un frío acercamiento a la Palabra de Vida, donde predomina la búsqueda de la certeza y la seguridad de las cosas. Aquí es donde radica la prepotencia humana de pretender encerrar a Dios en los fríos dogmas doctrinales, donde se intenta sistematizar el misterio de Dios en ciertos parámetros. La mente pasó a ser un ídolo. Al respecto una notable cita de Sábato señala que “Este es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también el llegaría a transformarse en cosa.” (Sábato, E.)


Aparejado al endiosamiento de la razón venía la idolatría del dinero, que generó toda una paradoja donde el ser humano, en vez de alcanzar su liberación prometida, terminó deshumanizándose y perdiendo su esencia.  Al respecto Sábato señala:


Esta paradoja, cuyas últimas y más trágicas consecuencias padecemos en la actualidad, fue el resultado de dos fuerzas dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con ellas el hombre conquista el poder secular. Pero – y ahí está la raíz de la paradoja – esa conquista se hace mediante la abstracción: desde el lingote de oro hasta el clearing, desde la palanca hasta el logaritmo, la historia del creciente dominio del hombre sobre el universo ha sido también la historia de las sucesivas abstracciones. El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero ya no el hombre concreto e individual sino el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.[3] 

 

El pragmatismo materialista de nuestra época que ha endiosado el consumo ha causado tal daño a nuestra sociedad, que nos ha dejado en el vacío de sentido. El arte, como un regalo de Dios nos puede rescatar de esas soledades.


Las grandes preguntas del ser humano no están siendo satisfechas por las frías respuestas doctrinales. Una fe inferencial domina el ambiente religioso de gran parte de la iglesia institucional. La ausencia de una espiritualidad integral, que abarque la totalidad de la vida y la existencia, aun se encuentra ausente de mucho de nuestra adoración y liturgia y en casi todo lo que se hace desde la Iglesia.


Por otro lado, nuestro abordaje del arte en la teología aun sigue siendo un apéndice, algo relegado a un rincón, a un segundo plano de importancia. Tengo la convicción que esto se debe esencialmente a que no ha existido una exégesis bíblica que considere el valor de la estética, los símbolos, los sonidos y toda otra forma de expresión, de la cual la Biblia está llena.


Propongo un nuevo acercamiento al arte desde la Biblia. Un acercamiento que brille desde la misma espiritualidad cristiana. Propongo una lectura del arte que surja de la misma esencia de la creación del ser humano. De un Dios artista por esencia y creador, que crea al ser humano a su imagen, para compartir con él esa esencia creadora. Una relación mutua que destila belleza desde el arte de todo lo que los rodea. Desde esta perspectiva el mandato de administrar el Edén es parte de ese arte de la espiritualidad.


Si Dios nos creo artistas por esencia, entonces toda la vida está llena de significado y valor. Entonces la cruz misma es el puente para que el ser humano vuelva a encontrar significado a las cosas simples. Desde esta perspectiva, el Jesús de la Cruz vino a rescatarnos de la insignificancia de la monotonía y el sinsentido del mundo. Entonces la espiritualidad del Mesías, el seguimiento a Cristo cada día adquiere una belleza incalculable. El pecado mismo adquiere un sentido más profundo desde la espiritualidad del arte, ya que asume su sentido real, que no es otra cosa que la indiferencia humana ante su creador. La apatía hacía Dios que nos justifica.


Una espiritualidad desde el arte puede rescatarnos del absurdo del materialismo individualismo de esta época. Nos puede liberar de la idolatría del mercado y puede retornarnos a casa, a la tierra, a una solidaridad que se ha  esfumado en muchos lugares.

 

 

 

 

El Dios Artista y la lógica del Mercado

En un artículo anterior que escribí bajo el título “El dios mercado”, me referí a esa tendencia de esta sociedad por absolutizar el dinero y el mercado, de tal manera que dejó de ser un simple medio de intercambio para transformarse en un fin en sí mismo, traduciéndose en lo que trae “felicidad” al ser humano. En esa reflexión proponemos volver a relativizar el poder del dinero, de tal forma que nos liberemos de su esclavitud. Muchas veces decimos: “esta es la realidad y debemos aceptarla como es” y nos preguntamos ¿quién define la realidad? Hemos permitido que el mercado determine la realidad, pero la Biblia nos enseña algo muy distinto.

El acto sublime de Dios de CREAR es un quehacer artístico, por tanto, tendremos que aceptar que nos creó a nosotros con esa misma capacidad: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” (Gn. 1:26). Aun el mismo mandato de Dios a su creación está lleno de esa visión artística: “Dios el Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara”. El trabajo y el descanso son parte de la idea de Dios para un ser humano que se deleita en la presencia de Dios. De esto podemos inferir, que todo quehacer humano, toda vocación, toda actividad humana, puede ser una expresión artística, plena de significado, en tanto tenga como centro la comunión con Dios.

Ahora bien, a través de toda la historia de la humanidad, ha existido un elemento transversal que se contrapone al propósito de Dios de tener una relación plena con el ser humano en toda su riqueza artística creadora. Nos referimos al consumo. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo  Testamento, el consumo es un tema permanentemente abordado, desde distintas perspectivas. La mayoría de las parábolas e historias de Jesús hacen alusión a alguna faceta del consumo, ya sea desde la perspectiva del dinero, de la inversión, o del mercado.  En cuanto al Antiguo Testamento, quisiera destacar tres relatos o historias que nos confrontan con la realidad del consumo, como determinante en la relación con Dios:


1. El Principio del conocimiento del árbol del bien y el mal

 

El “principio del árbol del conocimiento del bien y del mal” ilustra que la profunda experiencia humana solo es posible en una vida que acepta restricciones. La restricción es la única manera de experimentar la humanidad en su plenitud, como Dios el creador la diseñó. Por otro lado, es interesante tomar conciencia de que en el Edén sólo había una sola restricción, mientras que había muchas otras opciones que no estaban restringidas. Cuando el ser humano decide saltarse esa restricción, lo que hace es sacar de la escena el elemento clave puesto por Dios para una relación profunda con él. El otro significado que esta restricción tenía, era por causa del amor a lo creado. Esa restricción simboliza los límites que debemos ponernos al consumo si queremos guardar el equilibrio en la creación. Todos los animales tenían algún tipo de restricción entregada por instinto en cambio el ser humano se les entregó esa restricción en forma consciente.

En lo referente al quehacer artístico del ser humano, este se ve afectado profundamente, porque una sociedad que decide no tener límites en el consumo, es una sociedad que no tiene tiempo para el asombro y la admiración de la belleza que le rodea. Dice Génesis que Dios después de crear  todo, se detuvo, paró, para observar y deleitarse en lo creado: “y vio Dios que era bueno en gran manera…”

 

 

 

2. El principio del Maná.


Otro ejemplo bíblico de lo que implica el principio de la restricción es la historia del Maná en el desierto. La siguiente historia, posterior al cruce del mar rojo, fue el regalo de Dios de el Maná. El Maná era una sustancia que caía del cielo, y de la cual podían hacer pan para alimentarse. Sin embargo, dicho regalo tenía una restricción: no podían acumular Maná para el día siguiente. Cada vez que alguien desobedecía este mandato y acumulaba para el día siguiente, se le echaba a perder.

Solo podían  acumular Maná para el día siguiente cuando llegaba el sexto día y tenían que guardar para el sábado, día en que no se trabajaba. El sábado mismo era otra restricción dentro de la relación con Dios. Esta historia nos recuerda además las palabras de Jesús en el Nuevo Testamento: “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy” (Mateo 6:11) y también ese otro texto de Mateo 6:25-33 donde se nos enseña a no preocuparnos por el día de mañana. Todos estos pasajes bíblicos nos enseñan el mismo principio. Cuando Dios mandó a los israelitas no guardar para el día siguiente, les estaba diciendo que debían guardar el pan suficiente, justo y necesario de cada día. El que tenía una familia más grande podía, obviamente, reunir más de acuerdo a su necesidad. En esto hay también una enseñanza sobre la justicia. Es decir, todos tenían lo necesario de cada día y no debían acumular.

Nuevamente en este nuevo pasaje, se nos invita a detenernos en el consumo, a restringirnos con un propósito especial: la confianza en Dios que nos provee para cada día. La acumulación para el día siguiente representaba la ansiedad de esconder y guardar, no dejando espacio para la novedad de la vida. Lo sobrenatural del cuidado de Dios para con nosotros es lo que nos provee un manantial de belleza para crear arte.

 

3. El principio del día de reposo


Ahora bien, la enseñanza del día de reposo va en la misma dirección que la enseñanza del Maná. Lo que Dios quería era que su pueblo entendiera el principio fundamental de la economía de vida de Dios. Un sistema totalmente distinto al que habían aprendido mientras eran esclavos en Egipto, donde el sistema de mercado se basaba en la acumulación y por ende era un sistema opresivo e injusto. La propuesta de Dios es una economía basada en lo suficiente, en la restricción: es el “oikonomos”[4] (economía de la casa) de Dios. El Sabath  (sábado) significaba en concreto: un día de no comprar, no producir, no consumir, no acumular.

Otra vez, el principio del Sabath nos recuerda la necesidad de detenernos para cultivar nuestra capacidad entregada por Dios de asombrarnos. A este mundo triste y gris se le está extinguiendo su sensibilidad, porque necesitamos cada más grandes estímulos sensoriales para ser conmovidos. Nos hemos vuelto una sociedad que se ha dejado manipular y que está perdiendo incluso la capacidad de identificarse con el dolor ajeno.


Vivimos en medio de una sociedad que no se detiene. Una sociedad que ha creado su propio destino al margen de los valores de Dios y que se ha sumido en los valores de la religión del mercado y el dinero. Todo esto está creando una sociedad vacía, del sin sentido, de la carencia de significado. Una sociedad de consumo ilimitado.

 

Por otro lado, cuando los seguidores de Jesucristo nos paramos, nos detenemos, estamos confesando nuestra dependencia de Dios. Estamos declarando nuestra confianza en la afirmación de que Dios y no nosotros, garantiza nuestras vidas: “No se angustien por el día de mañana” (Mateo 6:34). Somos llamados a parar de producir como comunidad. El Sabath establece un límite, al igual que el Maná. Los límites son exactamente las cosas que nos dan libertad y nos prepara para una vida plena de una artística relación con Dios.

 

Conclusión

Comenzamos este escrito hablando de cierto cojo que fue sanado en la puerta “La Hermosa”. Dijimos que tal evento fue lleno de significado para los apóstoles, porque fue el medio utilizado por Dios para recordarles a sus hijos que una nueva era comenzaba. Un nuevo pacto había entrado en vigencia en la historia. Una nueva lógica de la vida. Una nueva sensibilidad, que nos permitiría ver el mundo con otros ojos. Una nueva humanidad donde los pequeños y simples momentos de la vida Dios se revela y actúa, si estamos dispuestos a mirar con los ojos del Espíritu. Dijimos que no es posible una espiritualidad sin la presencia del Espíritu de Dios en nuestras vidas.


A continuación nos introducimos en los grandes enemigos históricos que la iglesia ha tenido en su anhelo de vivir en la Vida del Espíritu. Hablamos del dualismo griego que separó lo sagrado de lo secular y tapó nuestros ojos para ver la belleza estética en todo lo creado. Si el espíritu era bueno y todo lo físico malo, entonces la posibilidad de profundizar en el arte como expresión de la comunión con Dios no era posible.


También hablamos del endiosamiento de la razón donde  la búsqueda de la certeza encajonó al misterio de Dios en categorías y dogmas. El método científico era el parámetro y palabras como planificación, sistematización, ordenamiento, entre otras, formaron parte de una forma de ver la vida, lejos de las experiencias subjetivas del arte.


Finalmente hablamos del más grande enemigo que la relación con Dios ha tenido en todos los tiempos: el poder del mercado y su sociedad que tiende a endiosar el consumo con meta de la vida. Vimos como esta es una tendencia humana, que surge desde la creación misma y que condiciona incluso su permanencia en el Edén. Pudimos, por tanto deducir, que este gran enemigo de las relaciones profundas, es también el gran obstáculo para el enriquecimiento a través de la vida como expresión artística.


Solo nos resta citar nuevamente al Maestro, nuestro Señor y Salvador Jesucristo en su enseñanza, cuando nos dice:

“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”. (Mateo 6:24)

“Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.

(Mateo 6:21)

 

 

Leonardo Alvarez Castro

Pastor y cantautor

Temuco, Chile



[1] Villalobos, L.C. (2011). Dios mendigo. Santiago, Chile: Hebel Ediciones

[2] Hechos 3:3,4

[3] Sábato. (1951). Hombres y engranajes.

[4] Los griegos llamaban “oikos” incluyendo todo su contenido y a su administrador lo llamaban “nemó”. Así se formó “okonomos”, que designa la administración de la casa.

 

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