Hace unos sietes meses atrás comencé a trabajar en un sector llamado Feria Pinto[1] de Temuco. Es un lugar lleno de diversidad, donde convergen personas de todos los estratos sociales, para comerciar diferentes productos, comestibles o de otra clase. Es un sector populoso, con mucho colorido, donde la cultura local puede ser encontrada en sus diversas manifestaciones de la Región de la Araucanía.
Muy temprano, de madrugada, comienzan a llegar vehículos de carga de distintos tonelajes, provenientes de diversos sectores campesinos. Ellos son los que proveen a los pequeños y grandes negocios de la ciudad, trayendo frutas y vegetales de toda especie; papas, lechugas, cilantro, zanahorias, legumbres, entre muchos otros. También hay un vasto sector que cubre las aceras peatonales, donde se comercia todo tipo de cosas usadas; ropa, música, artículos para bicicletas, autos, y todo lo que se puedan imaginar.
Aunque mi llegada a este mercado surgió como una necesidad económica, fui descubriendo poco a poco, que era un lugar maravilloso para cultivar muchas cosas relacionadas con mi propio carácter y mi llamado a servir a los demás. Doy gracias a Dios por lo maravilloso que ha sido este tiempo y por lo mucho que aprendo de la gente cada día. También ha sido una oportunidad única para seguir cultivando la música y la adoración, desde el contacto con las personas.
Durante todos estos meses he trabajado en diferentes negocios de mi familia. He podido compartir con los panaderos, y el señor que atiende la ferretería, donde voy a comprar herramientas e insumos para diferentes reparaciones. He podido conversar con los vendedores y hacer nuevos amigos. Actualmente me encuentro trabajando en un negocio de venta de Frutos del País, donde se ofrece todo tipo de legumbres, cereales, alimentos para animales, entre otros.
Ha sido tan especial este tiempo en la Feria Pinto, que decidí compartir con ustedes algunas de las experiencias que vivo a diario en el sector.
La experiencia que hoy les contaré ocurrió al finalizar la jornada de trabajo, a eso de las 19 horas. Como cada día, acudí a una de las principales avenidas de la ciudad (Barros Arana), por donde pasa la micro[2] que me llevará a casa, de la misma forma que muchos otros lo hacen a diferentes destinos de la ciudad. En el mismo momento que doy vuelta en la esquina para doblar hacia esta avenida, me doy cuenta que se encuentra tirado en la acera, una persona de unos 30 años de edad, en evidente estado de ebriedad. Aunque esto forma parte del paisaje cotidiano del sector de la feria, sin embargo, había algo en esta escena, que lo hacía particularmente chocante. En primer lugar estaba tirado atravesado en la acera, lo cual hacía imposible no hacer un giro para esquivarlo. Vestía con lo necesario, pero podía verse parte de su espalda al aire. Ya oscurecía y caía una llovizna sobre la ciudad. Todo el contexto contrastaba con la indiferencia de la demás gente, incluyendo la mía en ese momento. Mientras voy dando la vuelta para esquivar al caído, no puedo dejar de pensar en la historia del Samaritano de la Biblia y me siento tan culpable de no tener la valentía para al menos levantarlo de su posición. Me sentí tan identificado con el sacerdote y el levita de la historia que Jesús contó y no podía dejar de sentir angustia en mi interior. Por otro lado, trataba de encontrar justificaciones para mi pasividad, explicándome que esto ocurre cada día y es una opción de vida de estas personas. Pero luego pensé, que pensaría mi hijo si me hubiera visto no hacer nada ¿qué mensaje le estoy dejando? No había transcurrido un minuto de esto cuando aparece en la esquina una familia. Uno hombre adulto con su esposa y su joven hijo, más un amigo que fumaba su cigarro. Me percaté que en el mismo momento que vieron al hombre tirado en el suelo, sin dudarlo un segundo, se detuvieron. Los dos adultos comenzaron a arroparlo. Le subieron los pantalones, pusieron uno de los zapatos que se habían salido de su pie y comenzaron a levantarlo para que se pusiera en sus pies. Mientras todo esto ocurre observo que el más jovencito, probablemente el hijo menor de la familia observa y aprende de sus mayores. Me mantengo observando toda la escena y no puedo dejar de sentirme aun más avergonzado de mi pobre actitud frente al caído. Siento dolor en mi corazón, porque aunque sentía el fuerte deseo de ayudar no tuve la valentía para hacer algo.
Una vez que el hombre caído, pudo ponerse en sus pies, recibió el consejo de sus ayudadores para que se fuera a su casa. En ese momento llegó la micro y la familia de buenos samaritanos se fueron del lugar. A estas alturas ya me costaba seguir observando y volví la vista y ni siquiera me di cuenta cuando el ayudado había desaparecido, probablemente dobló en la esquina a tomar otra copa o se fue a su casa, no lo sé. Sin embargo, yo seguía meditando en todo lo que había observado, mientras la micro tardaba en llegar.
No pasaron más de cinco minutos, aun seguía con mis meditaciones, cuando de repente observo que frente a mí, a una distancia de unos 30 metros, cae otra persona hacia la calle, desplomado como por una ataque y golpeando la cabeza en el cemento. Era una persona de unos 60 años. No podía creer que estuviera pasando otra vez. Esta vez no lo dude y avancé hasta la persona caída. La situación era aun más peligrosa, porque la persona había caído en forma perpendicular en la avenida, por donde a esas horas transitaban muchos vehículos y como ya se hacía de noche era posible que los conductores no lograran verlo. Lo primero que hice fue ponerme frente al caído, para que los conductores pudieran verme y de esa forma girar por al lado. En los próximos segundos se acercaron otras personas a ver lo que ocurría y entre varios logramos levantarlo hacia la acera para evitar que fuera atropellado. No pude evitar otra vez pensar en lo que me había pasado con la persona anterior.
Unos minutos después varios de nosotros llamábamos a la ambulancia y a Carabineros[3] para que se realizara la asistencia médica y el traslado al hospital. Mientras ocurría todo esto y asegurándonos de que la persona estuviera respirando, llegó mi hijo mayor, que dedica los fines de semana para trabajar en el sector, y nos vio ayudando a esta persona y se unió al resto para socorrer. Una vez que llegó uno de los carabineros, se hizo cargo de la situación y minutos después llegó también la ambulancia.
Ese día llegué unos minutos más tarde a casa, sin embargo fue tan grande el aprendizaje durante el tiempo que duró todo este proceso. La verdad es que después de todo lo ocurrido, seguía sintiendo que había hecho tan poco, pero sentí que era una lección muy importante que aprender. La pregunta que me persigue ahora, es ¿qué era necesario hace en cada caso para ayudar al caído?
La historia del Samaritano, que Jesús contó para responder la pregunta de un fariseo ¿y quién es mi prójimo? responde a la necesidad que tenemos como cristianos de ayudar con lo que tenemos a la mano, sin la necesidad de institucionalizar los procesos. Tengo la impresión de que muchos de nosotros no ayudamos a las personas porque siempre estamos pensando institucionalmente las soluciones. Un ejemplo de ello, es que siempre que vemos alguna necesidad en la calle, pensamos en crear un proyecto para ayudar a esa necesidad en particular, ya sea a nivel de iglesia o a través de la creación de una fundación o una ONG. Me pregunto si la causa de esto es que la gran mayoría de nosotros no queremos involucrarnos cotidianamente en la atención del necesitado desde nuestra propia realidad. No quiero dudar del trabajo que muchas organizaciones de servicio en el mundo, sin embargo, he sido testigo en mi propio país como los pobres son usados por organizaciones para lucrar con ellas, donde los empleados ganan millones o se gasta lo impensable en gastos administrativos, a costa de las donaciones de muchos contribuyentes, para quienes es más fácil pagar que involucrarse en el servicio a los demás.
Frente a la pregunta del fariseo religioso ¿quién es mi prójimo? Jesús responde con otra pregunta ¿de quién soy el prójimo? Y termina diciendo: Ve y haz tu lo mismo…
Vivimos en una época super “religiosa”, donde la mayor parte del quehacer teológico y de adoración a Dios ocurre al interior de los templos, a buena distancia de las personas caídas de la sociedad y no me refiero a solo los caídos literalmente en el suelo, sino también a millones que viven caídos en la soledad, la incertidumbre, el sin sentido, el sin valor y dignidad. Frente a esta realidad tan oscura de la religiosidad actual, que ha preferido hacer invisible al necesitado, me pregunto ¿dónde está Dios para ser adorado? ¿Acaso no está presente en la calle, en la cotidianeidad de lo que vivimos a diario en el trabajo? ¿Por qué nos cuesta tanto adorar a Dios fuera de los templos?
Me imagino que muchos de ustedes han tenido una experiencia parecida a la que les acabo de contar en la primera historia. Quizás muchos de ustedes han rehuido hacer algo por el que está en necesidad. Puede ser algo muy simple como dedicar tiempo a escuchar a alguien o tomarte el tiempo para disfrutar un café con un compañero de trabajo. Si muchas veces sentiste la vergüenza de la pasividad frente a la necesidad, no te preocupes, a la vuelta de la esquina, es posible que vuelvas a tener una nueva oportunidad, para adorar a Dios, como lo hizo el buen samaritano.
DIOS MENDIGO
Este Dios verdadero
Absoluta sustancia única
(todo lo demás es robusto devenir)
Es muy divertido
Es un apasionado por la vida
Y por las sonrisas sencillas
Aclaremos que es serio también
Pues la vida es dolorosa
Por etimológica definición
En una de esas lúdicas tropelías
Nuestro Señor del cielo y de la tierra
Se ha vestido de mendigo
Eligiéndolo como su traje predilecto
Y para colmo de ironía
Siempre lleva con él
Un texto de Mark Twain
Como su Biblia sacrosanta
¡El príncipe y el mendigo!
¡Este es el texto sagrado!
Suele gritar por las calles
Levantando el viejo texto
Con su mano temblorosa
¡Arrepiéntanse príncipes y princesas
De vuestra vida de mendigos!
Grita a boca de jarro
Y la gente lo mira y sonríe
La esquizofrenia es graciosa
Cuando no la tiene uno mismo
O un familiar que se ama
El Dios mendigo
Deambula sermoneando por las plazas
Y suele descansar de sus prédicas
Dándole su pan a las palomas
En profundo y litúrgico silencio.
(Poema del libro Dios Mendigo, de Luis Cruz Villalobos, Santiago, Chile)
[1] En Temuco podemos encontrar un típico y tradicional mercado llamado la Feria Libre, hasta aquí llegan a diario para su comercialización los más variados productos agrícolas, ganaderos, hortícolas y otros, que son producidos preferentemente en esta región
[2] Pequeños buses que trasladan a las personas dentro de la ciudad de Temuco.
[3] Carabineros es el nombre que tienen los policías en Chile.
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Lorenzo Martínez (domingo, 12 agosto 2012 23:20)
Leo, me sentí profundamente identificado y conmovido con tu relato. Recién este viernes en la noche viví una experiencia muy similar con alguien en estado de ebriedad que cayó y quedó algo herido. Aunque junto a un pastor amigo que esperaba un bus lo recogimos y nos quedamos con el, fue muy difícil conversar, era algo obtuso y a veces también violento, en palabras principalmente. Finalmente el hombre se fue pero las preguntas y dudas fueron muy grandes y me han acompañado hasta hoy...por eso tu experiencia me identifica y enseña. Y esto ocurrió después de una conversación sobre el seguimiento de Jesús. Mi romanticismo de un ideal fue confrontado inmediatamente. Y aun me confronta. Gracias por compartir tan importante reflexión.
Moisés Cayún Blanco (viernes, 26 agosto 2016 15:31)
Pensé que solo a unos pocos le pasa lo que a ti te pasó en tu primera historia, he sido confrontado una y otra vez con situaciones como esa, a todo esto, le he escuchado personalmente en el Seminario Teológico Aliancista de Temuco y hemos cruzado unas corta conversación, volviendo al tema, he sido confrontado por el mensaje de los profetas del A.T que llaman constantemnete a una equidad económica y social,cuando meditaba y leía sobre esto e influenciado por la teología latinoamericana, Dios me presentaba situaciones como la suya, tengo que decir que al igual que usted a veces me sentía hipócrita porque mi predicación no se condecia con mi vida, me había transformado en un teólogo del balcón y no del camino, pero he aprendido a agacharme y hablarle a los ojos al necesitado porque pretendo con ese simple gesto devolverle la dignidad a mi prójimo. Gracias por su reflexión