Cumbre, la tuya, la mía, la nuestra

El pasado domingo 9 de Noviembre nos dirigimos hacia la cumbre de Sierra Nevada un grupo de 18 caminantes. El objetivo mayor era alcanzar la cima, que asciende a 2554 metros de altura. Era una jornada fascinante para todos. Como suele ocurrir, había en el grupo un entusiasmo maravilloso. Un cielo despejado auguraba la majestuosidad de la montaña a la cual nos enfrentábamos. Por la diversidad de personas que integró este grupo en particular, se tenía conciencia de que cada uno  debía evaluar hasta donde podría llegar, tomando en consideración diversos factores como experiencia, condición física, implementación, entre otros.  Fue interesante darnos cuenta como este proceso siguió un cauce natural, donde primaba el respeto a la persona,  y también a la montaña.  Fue así como algunos llegaron a los 1000 metros de altura, otros a los 1500. Solo dos personas lograron llegar la cumbre mayor de 2554 metros de altura, y fueron precisamente, aquellos que tenían mayor experiencia y capacitación en el área. En relación a esto, no puedo dejar de pensar como la naturaleza nos enseña de manera tan didáctica ciertos valores que son indispensables para la vida. Tengo la convicción de que los 18 caminantes llegamos a la cumbre el pasado domingo. Cada uno llegó a su cumbre, su propia cumbre, la cual estaba plena de significado y valor. Allí no existía la necesidad de competir ni ganar a nadie, porque la meta más poderosa consistía en el disfrute de la belleza que nos rodeaba, en el compañerismo con otros. Como bien diría Cristian García Huidobro, el primer chileno que ascendió al Everest:“Lo importante no era llegar a la cima, sino disfrutar el camino".            

               En contraste con lo anterior, me es difícil no comparar esta vivencia con lo que ocurre en la ciudad todos los días. Me espanta la forma en que hemos dejado que el sentido de competencia contamine todo el quehacer de nuestro entorno social, como una especia de virus que todo lo contagia, a vista y paciencia de todos nosotros. En la política, la educación, el trabajo e incluso en la religión, hemos permitido la pasmosa intromisión de la competencia. Allí también se persigue una cumbre, sin embargo, la diferencia radica en la contradictoria forma en que nos relacionamos con los demás. El compañerismo es reemplazado por el utilitarismo, y la belleza del camino es trocada por la obsesión de un destino, al cual accedemos muchas veces, empujando a los demás, y cuando logramos llegar nos sorprende la paradoja del vacío.

            No estamos proponiendo con esto un conformismo barato, por el contrario, puedo asegurar que quienes llegaron a las primeras etapas de la cumbre, se esforzarán para  llegar más alto la próxima vez. Seguramente caerán bajo el embrujo maravilloso de la montaña, y anhelarán subir otra vez. Quién sabe alguna vez lleguen a la cumbre mayor, aunque esto no sea lo más importante. Lo que nunca podrán decir es que el camino no valió la pena, porque tal majestuosidad de Dios no puede dejar indiferente a nadie, y por lo mismo, cada paso caminado estará lleno de sentido.

 

            Dios nos ayude a recuperar nuestro compromiso y amor por la naturaleza. Si solo entendiéramos que este tiempo dedicado a la tierra es fundamental para  el desarrollo humano, no dejaríamos el tiempo que nos sobra para salir al encuentro ecológico de la vida. Que así sea, que volvamos a recuperar nuestros parques, donde solía ir la familia. Que volvamos al campo donde tuvieron origen las grandes preguntas de la vida. La tierra es nuestra maestra, de ella podemos aprender otra vez lo que significa la solidaridad. De ella podemos aprender de Dios. De ella podemos volver a encontrar nuestra identidad perdida en la soledad de la ciudad. 

 

El pasado domingo 9 de Noviembre nos dirigimos hacia la cumbre de Sierra Nevada un grupo de 18 caminantes. El objetivo mayor era alcanzar la cima, que asciende a 2554 metros de altura. Era una jornada fascinante para todos. Como suele ocurrir, había en el grupo un entusiasmo maravilloso. Un cielo despejado auguraba la majestuosidad de la montaña a la cual nos enfrentábamos. Por la diversidad de personas que integró este grupo en particular, se tenía conciencia de que cada uno  debía evaluar hasta donde podría llegar, tomando en consideración diversos factores como experiencia, condición física, implementación, entre otros.  Fue interesante darnos cuenta como este proceso siguió un cauce natural, donde primaba el respeto a la persona,  y también a la montaña.  Fue así como algunos llegaron a los 1000 metros de altura, otros a los 1500. Solo dos personas lograron llegar la cumbre mayor de 2554 metros de altura, y fueron precisamente, aquellos que tenían mayor experiencia y capacitación en el área. En relación a esto, no puedo dejar de pensar como la naturaleza nos enseña de manera tan didáctica ciertos valores que son indispensables para la vida. Tengo la convicción de que los 18 caminantes llegamos a la cumbre el pasado domingo. Cada uno llegó a su cumbre, su propia cumbre, la cual estaba plena de significado y valor. Allí no existía la necesidad de competir ni ganar a nadie, porque la meta más poderosa consistía en el disfrute de la belleza que nos rodeaba, en el compañerismo con otros. Como bien diría Cristian García Huidobro, el primer chileno que ascendió al Everest:“Lo importante no era llegar a la cima, sino disfrutar el camino".            

               En contraste con lo anterior, me es difícil no comparar esta vivencia con lo que ocurre en la ciudad todos los días. Me espanta la forma en que hemos dejado que el sentido de competencia contamine todo el quehacer de nuestro entorno social, como una especia de virus que todo lo contagia, a vista y paciencia de todos nosotros. En la política, la educación, el trabajo e incluso en la religión, hemos permitido la pasmosa intromisión de la competencia. Allí también se persigue una cumbre, sin embargo, la diferencia radica en la contradictoria forma en que nos relacionamos con los demás. El compañerismo es reemplazado por el utilitarismo, y la belleza del camino es trocada por la obsesión de un destino, al cual accedemos muchas veces, empujando a los demás, y cuando logramos llegar nos sorprende la paradoja del vacío.

            No estamos proponiendo con esto un conformismo barato, por el contrario, puedo asegurar que quienes llegaron a las primeras etapas de la cumbre, se esforzarán para  llegar más alto la próxima vez. Seguramente caerán bajo el embrujo maravilloso de la montaña, y anhelarán subir otra vez. Quién sabe alguna vez lleguen a la cumbre mayor, aunque esto no sea lo más importante. Lo que nunca podrán decir es que el camino no valió la pena, porque tal majestuosidad de Dios no puede dejar indiferente a nadie, y por lo mismo, cada paso caminado estará lleno de sentido.

 

            Dios nos ayude a recuperar nuestro compromiso y amor por la naturaleza. Si solo entendiéramos que este tiempo dedicado a la tierra es fundamental para  el desarrollo humano, no dejaríamos el tiempo que nos sobra para salir al encuentro ecológico de la vida. Que así sea, que volvamos a recuperar nuestros parques, donde solía ir la familia. Que volvamos al campo donde tuvieron origen las grandes preguntas de la vida. La tierra es nuestra maestra, de ella podemos aprender otra vez lo que significa la solidaridad. De ella podemos aprender de Dios. De ella podemos volver a encontrar nuestra identidad perdida en la soledad de la ciudad.