El escorpión y la tortuga
“Erase una vez una tortuga que andaba
tranquilamente por el campo,
cuando de repente la llamó un escorpión:
- Ven tortuga, por favor.
- ¿Qué quieres de mí?, le dijo temerosa la tortuga.
El escorpión le explicó que quería cruzar al otro lado del río,
pero no sabía nadar,
como tenía miedo de ahogarse y sabía que ella era buena nadadora,
le pidió ayuda para poder cruzar el río sobre su caparazón.
- No puedo, eres un escorpión
y cuando me acerque a ti, me picarás y moriré.
El escorpión se defendió:
- Necesito cruzar al otro lado, tengo prisa y
no puedo rodear todo el río, por favor, ayúdame,
sé que soy un escorpión, pero no tengo la culpa de ser lo que soy.
La tortuga siguió negándose,
no terminaba de confiar en el escorpión
y temía que le picase.
- Te propongo lo siguiente - dijo el escorpión,
acércate a la orilla y yo en vez de trepar por tus patas,
daré un salto y me subiré así a tu caparazón.
Además, piensa en esto... si te pico, morirás y te hundirás,
si tu mueres, yo me ahogaré.
Esa explicación convenció a la tortuga
que terminó confiando en el escorpión.
Sin embargo, cuando llegaron a la mitad del río,
la tortuga sintió un pinchazo en el cuello,
todo su cuerpo comenzó a dormirse
y antes de ahogarse preguntó:
- ¿Por qué lo hiciste?
- Lo siento, no pude evitarlo,
está en mi naturaleza...
contestó el escorpión antes de hundirse también.
Cuando por fin la primavera hizo su triunfal entrada en la región de la Araucanía, los últimos eventos han ensombrecido el ambiente y la convivencia en diversos sectores. Cuando se nos presenta como sociedad una crisis de esta naturaleza, donde la vida humana se ve amenazada, nos enfrentamos a la difícil tarea de examinarnos para encontrar la paz que nos falta. Al igual que la fábula del escorpión y la tortuga, precisamos sincerarnos con nuestra naturaleza más básica, para poder levantar vuelo a una nueva realidad comunitaria. Se requiere enfrentarnos con nosotros mismos, reconocer nuestros instintos más básicos que nos gobiernan, tomar conciencia de nuestras oscuras realidades interiores. Afrontar nuestros egoísmos, nuestro deseo primario de supervivencia, que muchas veces gobierna nuestra afanosa búsqueda de justicia y nuestros parciales puntos de vista. Necesitamos sincerarnos como sociedad y desenmascarar los tiranos valores de fondo que nos gobiernan. Reconocer los prejuicios que conviven en nuestra mente. Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, lo que no nos mueve en la búsqueda de la paz, es nuestra propia guerra interior, nuestros miedos a lo diferente, la defensa de nuestros pequeños reinos de soledad.
Las preguntas más difíciles de hacer son las que realmente importan cuando realmente queremos dar con las causas de la violencia. Si no las hacemos, con mucha facilidad nos transformaremos en simples espectadores, dando opiniones desde el balcón, y optando por un bando, porque de alguna forma sentimos que es la forma en que podemos aportar a la crisis. Lo que muchas veces ignoramos, es que las guerras comienzan mucho antes de disparar un arma, comienzan con nuestras palabras. Comienzan cuando comenzamos a etiquetar a las personas, cuando caemos en el prejuicio, cuando no tomamos conciencia que las problemáticas sociales son mucho más profundas de lo que parecen.
“Dichosos los que trabajan por la paz,
porque serán llamados hijos de Dios.”
Mateo 5:9
No cabe duda que nuestro mundo requiere muchas personas que trabajen por la paz y aunque la frase tenga un halo de romanticismo, lo cierto es que es una de las tareas más difíciles que existen. Precisamente porque todo comienza con uno mismo, con nuestro ser interior, con nuestra propia guerra interior. Siendo la violencia parte de nuestra esencia, que surge de nuestras emociones más básicas de supervivencia, muchos pensamos que la paz no es otra cosa que un don divino. Jesús se refirió a la paz como un distintivo de los hijos de Dios. Jesús mismo es nuestro modelo perfecto de lo que implica un trabajador por la paz. Sin embargo, al introducirnos en su historia de vida y enseñanza, tal vez nos llevemos grandes sorpresas. Por ejemplo, su concepción acerca de la justicia. Hoy damos por sentado que la única forma de promover la justicia en nuestro entorno es haciendo pagar la culpa en cada caso. Rara vez recordamos que nuestro sistema de justicia como lo conocemos hoy se fundamenta en la premisa básica de evitar la venganza. La política del empate está siempre presente en la justicia humana. Por otro lado, Jesús nos plantea una nueva forma de entender la justicia. Lo hace desde la premisa de la justicia del amor. Dios es justo, claro que sí, pero su justicia está supeditada a su amor. El sermón de la montaña en Mateo 5,6 y 7 lo expresa de hermosa manera, porque desbarata nuestras pobres concepciones de justicia humana:
“Pero yo les digo: Amen a sus enemigos
y oren por quienes los persigue,
para que sean hijos de su Padre que está en el cielo.
Él hace que salga el sol sobre malos y buenos,
y que llueva sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman,
¿qué recompensa recibirán?
¿Acaso no hacen eso hasta los recaudadores de impuestos?
Y, si saludan a sus hermanos solamente,
¿qué de más hacen ustedes?
¿Acaso no hacen esto hasta los gentiles?
Por tanto, sean perfectos,
así como su Padre celestial es perfecto.”
Mateo 5:44-48
Todo esquema social como el nuestro, que se fundamenta en la meritocracia y donde se exacerba la competitividad en todos los ámbitos de la vida, no puede producir otro resultado que no sea la violencia. El imaginar otra forma de interrelación, como la preeminencia del amor nos podría resultar hasta chocante y utópico. No obstante, no hay otro camino para la paz que el amor y si realmente queremos avanzar un poco en esa dirección debemos comenzar por sincerarnos a nosotros mismos. ¿Qué es lo que llevamos dentro con nosotros realmente? ¿Cuánto resentimiento? ¿Cuánto odio maquilado religiosamente? ¿Cuántos prejuicios? Nadie puede dar lo que no tiene. Nadie puede dar algo que no ha recibido. Paradójicamente, siendo el amor algo tan maravilloso, mucha gente lo rechaza porque no procede ni de la competencia ni de los méritos. Es ahí precisamente donde radica gran parte de su conflicto, en nuestra educación. Solo quienes lo han vivido pueden saber de lo que estoy hablando, porque solo quienes han experimentado la gratuidad y libertad de esta clase de amor de Dios, pueden compartirlo con otros que no se lo merecen y disfrutar haciéndolo.
He aquí la paradoja de la paz. Estar en paz es la única forma de comenzar a trabajar por la paz y la paz, no es posible sin el camino del amor inmerecido.